Miércoles 17 de febrero de 2021. Son las siete horas y once minutos de la tarde. Mi amiga Nadia y yo hemos quedado en la estatua del Oso y el Madroño de Sol, en Madrid, para participar en la manifestación a favor de la libertad de expresión organizada a raíz del encarcelamiento del rapero Pablo Hasél. Nada más llegar, atravesamos un cordón policial formado por entre cinco y seis agentes armados hasta las cejas que nos dejan pasar a la plaza no sin antes lanzarnos claras miradas de desconfianza. Entramos ya con miedo.
Al llegar a la concentración, lo primero que observamos es que la mayoría de los asistentes llevan la mascarilla de forma correcta y se mantiene la distancia de seguridad. Todo es pacífico, se escuchan cánticos a favor de la libertad y se leen pancartas en contra de la censura. Inmersas en aquel intento de lucha, no recordamos cuánto tiempo pasó, pero comenzaron los gritos. La gente corría lo más rápido que podía para huir de allí. Nosotras también huimos. No por miedo a lo que pudiera hacernos el compañero o la compañera que se manifestaba junto a nosotras, sino por lo que pudiera hacernos el policía armado.
Llegué a mi casa con este pensamiento: “Mañana los medios solo van a hacerse eco de los disturbios, siempre igual, en la manifestación nazi del otro día pueden pasearse centenares de personas por Madrid con el brazo levantado representando el símbolo del fascismo y no pasa nada y nadie hace nada. Siempre van a por nosotros”.
Al día siguiente, puse las noticias con la esperanza de que mi pensamiento del día anterior fuese erróneo. No lo fue. El sentido de la lucha quedó totalmente desvirtuado y lo único que les importaba a los medios eran los disturbios. Mientras, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, sentenciaba: “Ya lo que nos faltaba es jalear la fiesta de niñatos que se manifiestan por un delincuente que tiene menos arte que cualquiera de los que estamos aquí con dos cubatas en un karaoke. Eso ni es arte, (…) es lo más cutre que pueden defender. (…) ¿Se van a poner, por fin, de parte de la convivencia y de la paz en las calles de Madrid o van a seguir alentando a esa gentuza?”.
¿Ella sí puede insultarnos? ¿Ella sí puede usar la libertad de expresión que condena para llamarme niñata y gentuza? La presidenta no solo nos falta el respeto a los manifestantes, también acusa a Pablo Hasél de no tener arte y de ser cutre, lo cual es su opinión, y que puede expresar libremente porque es lo que piensa, porque por eso se luchaba en Sol, por la libertad de expresión.
Lo que parece no entender Ayuso ni mucha gente en esta sociedad es que no tener arte y ser cutre no es un delito. Pablo Hasél puede caernos mejor o peor, puede que estemos de acuerdo con lo que dice o no, puede que sea un gilipollas, mala persona o un maleducado, pero esto no es un crimen. Si ser gilipollas o maleducado lo fuera, pocas personas se librarían de la cárcel. La cárcel. Creo que no somos conscientes de lo que significa entrar en ella.
La violencia no es la solución. A nada. Anoche, el Gran Wyoming afirmaba lo siguiente en El Intermedio: “Es muy legítimo protestar por la libertad de expresión y por el cambio de una serie de delitos que en 2021 parece que necesitan una revisión. El problema es que los actos violentos acaban desvirtuando las reivindicaciones. En otras palabras, jóvenes cabreados, la violencia y los saqueos no son el camino para conseguir nada”. Pero el presentador también se preguntaba lo que poca gente en este país y, sobre todo, pocos medios y políticos se han preguntado: ¿por qué se recurre de forma reiterada a esta violencia? Así, la periodista al lado de Wyoming, Sandra Sabatés, enunciaba: “Algunos analistas apuntan a que entre los participantes en los choques con la policía se encuentran también perfiles más violentos y menos ideologizados. Entre las posibles causas, se apunta a una ola global de descontentos y desafección con el sistema que afecta especialmente a los jóvenes, cuya corta vida laboral ya se ha visto afectada por dos crisis económicas”.
Precisamente, así lo comentaba Wyoming al principio del programa: “A alguna razón debe responder este enfado. ¿Tendrá algo que ver con que el paro juvenil en nuestro país sea casi del 41%? Es decir, tres veces más que la media de la OCDE. ¿O con que más del 36% de los jóvenes cobre un sueldo por debajo del salario mínimo? ¿O con que la cifra de jóvenes emancipados haya descendido a 17%, la más baja desde 2001? ¿O con que para alquilar un piso en una gran ciudad tengan que destinar el 105% de su sueldo?”. Y continuaba: “Lo cierto es que nos limitamos a decir que son antisistema cuando en realidad el sistema tampoco es que se lo esté poniendo fácil. ¿Hay que condenar estos actos? Por supuesto. Pero también hay que profundizar en los problemas más allá de los contenedores quemados”.
Dicho esto, solo quiero dejar claros dos mensajes. El primero de ellos es que la violencia repugna. Si algún o alguna joven me está leyendo, por favor, protestemos pacíficamente, no entremos en ningún juego con la policía. Está claro que los actos violentos responden a un grupo reducido de jóvenes, pero esos actos violentos retruenan con muchísimo ruido y solo nos hacen perder la razón. La lucha, así, es en vano.
Por último, el presentador de El Intermedio abría el programa con esta frase: “Bienvenidos a El Intermedio cuando son exactamente las 21:36h, una hora menos en Canarias, 100 años menos en Cataluña”. La dictadura franquista pasó, estamos en 2021. La Constitución de 1978, las leyes, y nuestros derechos y libertades necesitan revisarse y actualizarse. Urgentemente.
Escribo este artículo con muchísimo miedo. De hecho, no he dicho todo lo que me gustaría decir y dudo de si debería publicarlo o no. Jamás he sentido tanta impotencia. Por favor, no pueden encarcelarnos por decir lo que pensamos. No pueden.