Artículo de opinión de la portavoz de Más Sanse, Ángela Millán
Nueve días después de la catástrofe que ha arrasado numerosos municipios de Valencia, varias compañeras de Más Madrid Sanse emprendimos el viaje hasta allí, llevadas por una reacción casi visceral: la de la angustia, el miedo y la desesperación de las personas que pudimos ver en redes y en medios de comunicación y que sentimos como algo propio, porque era y es el sufrimiento de nuestra gente. No lo anunciamos porque, en tiempos de desafección hacia los partidos políticos, los intentos de hacer política real, desde el corazón y las entrañas, son vistos como una estrategia de marketing más. Por eso, nos fuimos sin hacer ruido.
Pero algo cambió a nuestra vuelta, y decidimos, sin embargo, que debíamos contar lo que habíamos presenciado aprovechando estas líneas y situarlo dentro de lo que consideramos verdadera política. La política es mucho más que las instituciones y los plenos; la verdadera política se vive en la calle. La política está en todas partes: en el voluntariado en Valencia, en las manifestaciones que claman por intervenir el mercado de la vivienda, en la actividad deportiva y en las asociaciones de nuestra ciudad, y en cada ámbito laboral, social o personal. La política lo impregna todo, porque define desde dónde pensamos y hacia dónde vamos. La política es lo que nos duele y queremos cambiar, lo que amamos y queremos preservar; es la forma de expresar nuestros sueños y deseos de manera colectiva, y cómo nos organizamos para alcanzar esa utopía, para acercarnos a ese horizonte. Durante los días en Valencia, comprobamos, una vez más, cómo las teorías y los discursos quedaban relegados frente a la urgencia de lo cotidiano. Participamos como unas más en el esfuerzo colectivo, y ese contacto directo con la realidad reafirmó nuestra perspectiva.
Entrar a Valencia tras la devastación de la DANA era como atravesar el escenario de una película apocalíptica: barro, coches destrozados, calles inundadas de fango y lodo. Pero lo que más impresionaba no era la magnitud del desastre, sino la respuesta de quienes se movilizaron para enfrentarlo. Voluntarias, bomberos, policías y personal sanitario trabajaban incansablemente, junto a maquinaria pesada y recursos públicos, para devolver un mínimo de normalidad a las vidas arrasadas.
En momentos como este se evidencia la importancia de unos servicios públicos fuertes y bien financiados. Cada grúa retirando coches, cada bombero achicando agua y cada comida repartida dependían de estructuras que no surgen por arte de magia, sino de una planificación responsable y de los impuestos que todos contribuimos a pagar.
Sin estos servicios, ¿quién responde cuando el desastre golpea? La solidaridad ciudadana es crucial, pero no sustituye a una red pública que coordina, protege y actúa de forma masiva. Es esta infraestructura la que permite organizar la ayuda, garantizar que los más vulnerables no queden atrás y asegurar una respuesta rápida y eficaz. Sin ellos, la respuesta habría sido insuficiente o inexistente, dejando a las personas más vulnerables desprotegidas.
Estos recursos se sostienen a través de impuestos, una cuestión que no es popular, pero en situaciones como la de Valencia queda claro que no son una carga, sino la inversión que permite salvar vidas y reconstruir comunidades. Por ello, debemos exigir políticas que refuercen y protejan los servicios públicos, porque no solo son fundamentales en el día a día, sino que, cuando llegan las crisis, son la diferencia entre el caos y la esperanza.
Sin embargo, no todo puede recaer en las instituciones. La solidaridad del pueblo, miles de personas trabajando hombro con hombro para limpiar calles y casas, fue igualmente crucial. Esa red de apoyo espontánea muestra cómo la política no se limita a los plenos o las elecciones. La política está en cada gesto de ayuda, en cada esfuerzo compartido, en la organización de colectivos y asociaciones que actuaron allí donde se les necesitaba. Es la forma en que nos relacionamos y respondemos a lo que nos duele como comunidad.
Hoy, mientras reflexionamos sobre lo vivido, la lección es clara: los servicios públicos son la columna vertebral de una sociedad preparada para lo peor y capaz de superarlo. Lo que vimos en Valencia no fue solo una tragedia: fue un recordatorio de que una sociedad unida, con servicios públicos sólidos y una política que se viva en la calle, puede hacer frente a cualquier crisis. Su defensa debe ser una prioridad colectiva, porque mañana la emergencia puede golpearnos a cualquiera de nosotros.
Defender este modelo no es solo una necesidad práctica; es un acto de justicia. Porque si algo queda claro en las crisis, es que nadie puede enfrentarlas solo. Nadie se salva solo; ya hemos vivido varias experiencias que así lo demuestran. Las instituciones pueden actuar, pero sin el apoyo del pueblo no llegarían lejos. Y el pueblo puede movilizarse, pero sin una red pública sólida no tendrá las herramientas necesarias.
Es hora de reivindicar una política conectada con lo cotidiano, unos servicios públicos robustos y una solidaridad que nos mantenga unidos. Porque solo así podremos construir una sociedad que, ante cualquier desastre, sea capaz no solo de resistir, sino de salir más fuerte y más justa. Es nuestro deber defender este modelo y recordar que los impuestos que pagamos son una inversión en el bienestar colectivo. Sin ellos, no habría bomberos, maquinaria ni ayuntamientos capaces de responder. Sin solidaridad, las instituciones por sí solas no alcanzarían. Es esta combinación lo que nos permite soñar con un futuro más justo y resiliente.